Muchos kilómetros antes, acercándome a la costa de Normandía, empiezo a ver un gran montículo en el horizonte que poco a poco se va definiendo como una acumulación de casitas con unas torres en su alto que conforman la Abadía en honor a San Miguel y que da nombre a esta isla rocosa.
Si fantástica es la vista desde lejos, también lo es contemplarla desde la pequeña carretera de acceso por la que se llega en un autobus lanzadera y que, aún no hace muchos años, cuando subía la marea quedaba sumergida para aislar el montículo y volverlo a convertir en una isla.
Mi visita comenzó a la media tarde para luego abandonarla ya pasada la media noche, disfrutando de sus callejuelas, la Abadía en la que había solos de distintos instrumentos en las distintas salas (noche de la música clásica) y cena de unos crepes en uno de los preciosos restaurantes del pueblo. Las vistas desde lo alto con la marea baja no son menos espectaculares.
Un lugar que no defrauda a nadie que disfruté hace ya tres años.